“Brujería” y “eficiencia artística”

Hace unos días fui a ver un espectáculo teatral basado en “La Odisea”. ¿Mis razones? Siempre ha sido una historia que me ha gustado, ver alguna mención a los clásicos es raro por aquí y esta puesta en escena estaba interpretada por un gran actor, Rafael Álvarez “El Brujo”.

Fue un buen espectáculo: dinámico, retador… algo que no es fácil conseguir cuando hay un solo actor hablando durante -ojo al dato- dos horas y media. Sólo tengo que poner un pero: yo iba a ver “La Odisea” interpretada por “El Brujo”; no al “Brujo” interpretando “La Odisea”.

Seguramente es falta mía. Nunca antes había visto al actor y quizá debí esperarme alto tan personal como para que la historia de Homero acabase diluida en el anecdotario de un monstruo (en el buen sentido de la palabra). Aunque también puede ser que “la culpa” fuese del público. El teatro, por lo poco que sé, es más dinámico de lo que se piensa. El intérprete se adapta a lo que quiere el público: si oye toses sabe que debe hablar más alto; si el respetable permanece en silencio en los instantes más dramáticos, se procura una interpretación más intensa; si hay aplausos en los momentos de broma, intuye que las butacas desean más humor.

Eso fue lo que pasó. El público de la platea de aquel sábado por la tarde quería menos Homero y más “brujería”; menos Grecia clásica y más España contemporánea. La dichosa “catarsis” no pasaba por la identificación con el héroe sino por la burla a un país en el que se mezclan crisis, corrupción y falta de amor a la cultura.

Aquel día el famoso actor-cuentacuentos-monologuista lo sabía. Una mención a los “los egipcios” (risas), una comparación de Ulises con Urdangarín (carcajada), una queja al IVA desproporcionado de las entradas del teatro frente al ridículo de las localidades en los estadios de fútbol (aplauso).

Cuando a mitad de la obra llegó el descanso, que ya es tarde, me di cuenta de que lo que menos importaba era la vida de Odiseo. El actor, medio en broma, comentaba incluso que el público no se enteraba del texto y prefería el cachondeo; pero resuelto admitía que él estaba para dar lo que la gente quería.

Supongo que me estoy quejando mucho. No debería pues lo pasé en grande y las dos horas con veinte minutos se pasaron en un suspiro. Eso es una proeza, una gran proeza por parte del actor.

¿Cómo puede ser que la interpretacón de un texto de casi 2.800 años, morcillas y comentarios incluidos, se pase más deprisa que el monólogo de cinco minutos de algunos “nuevos cómicos?, ¿cómo puede ser que piense, pese a no ver lo que yo quería, que volvería a ver un espectáculo de este hombre?

Quizá existe algo llamado “eficiencia artística”, aunque ambos términos sean aparentemente contradictorios: una conciencia dada por la experiencia capaz de dar al que te observa lo que quiere sin que tú renuncies al mensaje que querías dar desde un principio, y todo ellos sin aparente esfuerzo.

Digo “quizá” pero no debería. Si la he experimentado es que existe. Otra cosa es que el artista sea consciente de su uso o que la llame de la misma manera que yo. Creo que debería mencionar en qué consiste, a mi modo de ver.

Pero no me voy a alargar en este post. Creo que va a ser mejor que explique en qué consiste mi concepción de la “eficiencia artística” en una segunda parte. Así también ordeno algunas ideas…